jueves, 24 de abril de 2014

Relato tercero: de amor y despedida.

De amor y despedida.
La oscuridad de una noche sin luna se cernía sobre la ciudad. La princesa Lyanne podía ver, desde los muros del castillo, la tenue luz anaranjada de las llamas que se esparcían por la ciudad. Oía gritos lejanos de los soldados que combatían en los muros y más cerca a los campesinos que luchaban contra el fuego.
Lloraba. Lloraba por su reino, que le era arrebatado. Lloraba por su pueblo, que sufría; lloraba por su hermano, quien cayó en batalla y lloraba por su padre, el rey, que encontró la muerte esa misma noche traicionado por sus amigos.
Su aya llegó entonces.
- Será mejor que volváis a vuestros aposentos, mi señora. - le dijo cogiéndola del brazo - Por vuestra protección.
Ella no contestó. Se dirigió sola y en silencio a sus habitaciones. Allí se sentó en la cama, llorando. Sabía lo que le esperaba tras la batalla, lo que traería la derrota de su ejército. Y ella no podía hacer nada por impedirlo.
«Ephraim.» Pensaba en su hermano y en lo segura que se sentía cuando estaba junto a él. De sus ojos no cesaban de brotar lágrimas. El miedo se apoderaba de ella por momentos y recordó a su madre, muerta hace años. ¡Qué no daría ahora por un abrazo suyo! Su llanto cobró más fuerza. Estaba sola, abandonada. Cerró los ojos y, en un vano intento de olvidar, se abandonó al sueño.
- Princesa. – oyó decir tras ella, despertándola. Era una voz áspera y grave... y conocida.
Se levantó y se dio la vuelta. Sentado en el marco de la ventana estaba, apenas iluminado por las velas, Sandor: su enemigo y su amado.
- ¿Qué hacéis aquí? – preguntó Lyanne, sorprendida y asustada.
No contestó. Ella se giró de nuevo, dándole la espalda. Rápidamente, se secó las lágrimas.
- Deberíais estar combatiendo por vuestro pueblo. – dijo en un medio susurro cargado de rabia - Deberíais estar saqueando mi ciudad, matando a mi gente. ¿Por qué no estáis allí? ¿Por qué venís a mí en una noche como ésta? Tus tropas asolan mi reino y hacen sufrir a mi pueblo. ¿Qué os trae a mi en estos momentos de oscuridad? – No pudo evitar derramar dos lágrimas que recorrieron sus mejillas y cayeron al suelo.
Él no respondió en seguida. Se volvió hacia la ventana y se apoyó en el alféizar, contemplando la desoladora escena que ocurría a sus pies.
- He venido por ti, Lyanne. – se limitó a responder.
Ella se dio la vuelta y le miró. Se había acercado a ella y la luz de las velas le iluminaba con mayor claridad, por lo que pudo ver su aspecto: su pelo negro, largo y lacio caía de lado, tapándole la mitad quemada y deforme de su cara. La otra mitad estaba manchada de restos de sangre y suciedad. Un gran ojo negro como un pozo de brea le miraba fijamente. Vestía ropas de cuero y pieles, cota de malla y espada. Una larga capa blanca caía de sus hombros al suelo.
Estaba ensangrentado y embarrado por todas partes. Parecía cansado; cansado y aturdido. Había melancolía y dolor en su mirada perdida. Lyanne pudo ver en el suelo una bota de vino vacía y comprendió que había bebido.
- Dime que no te has olvidado de mí – dijo Sandor en un susurro amargo mientras se acercaba a ella lentamente.
Ella guardó silencio. No podía pensar en aquellos momentos, no podía hablarle y contarle todo lo que sentía. Y, sobretodo, no podía apartar la vista  de la negrura de aquel ojo que la miraba fijamente y que la hacía temblar.
- ¡Dime que no te has olvidado de mí!– repitió, alzando la voz. Lyanne percibió notas de angustia en su voz.
- ¡Dilo! - gritó. Se abalanzó hacia ella y la empujó con violencia, haciéndola caer sobre la cama y a él encima de ella.
Lyanne pudo notar el delgado filo de un puñal contra su cuello y el frío que manaba del acero. Sintió miedo, pero Sandor retiró enseguida el puñal de su garganta. Alzó la mano y acarició suavemente su rosada mejilla. Tenía un tacto áspero aunque dulce. La miraba fijamente: dos pozos negros resaltaban en la oscuridad y se clavaban en el débil verdor de los suyos.
- Lyanne... - susurró, bajando la mirada.
De su mejilla fue a su pelo. Entrelazó los dedos en sus sedosos rizos castaños. Acarició también sus labios, finos, como una pincelada escarlata en su hermoso rostro de porcelana. Acarició su cuello, su pecho y su vientre, sintiendo la perfección en cada caricia. Ella alzó el brazo y acarició su mejilla. Notó la humedad de la sangre, y una humedad de algo que no era sangre. Entonces él acercó su rostro, tanto que ella pudo sentir el calor que desprendía y, cuando ella esperaba que pasara algo, él se detuvo, se levantó de la cama y se retiró.
- Me voy – dijo él, con voz grave, pastosa, mientras se dirigía a la ventana de nuevo.
- ¿A dónde? - preguntó Lyanne con la voz entrecortada - ¿Al Norte?
- No lo sé – respondió él, con un gruñido – Al Norte, al Sur, ¿qué más da? He huido de la guerra, he abandonado a mis hombres. Soy un desertor, menos que un hombre... Menos que el campesino más pobre del reino, ¿qué me queda aquí? - rió amargamente – Sólo quiero escapar de todo esto.
Ella guardó silencio. Él miró al cielo a través de la ventana y contempló las estrellas.
- Ven conmigo- dijo. - Yo cuidaría de ti para que no te pasara nada. Nadie te haría daño, o lo mataría. - añadió con violencia - Eres lo único que me queda, Lyanne.
- Sandor... - comenzó, pero no pudo seguir hablando. Su corazón ansiaba irse con él, huir a ninguna parte, solos, ellos dos, no le haría falta nada más... Pero sabía que no podía hacerlo. No podía abandonar a su pueblo, debía aceptar su destino, fuese el que fuese.
Se acercó a él mientras se quitaba el colgante del cuello. Una vez junto a él, se lo puso. Sandor notó el frío de la plata contra su cuello. En silencio, Lyanne le apartó el pelo de la cara y acarició su mejilla deforme y quemada. Recorrió con sus dedos cada cicatriz, cada hendidura, cada grieta. Acarició sus labios, grandes, resecos y sedientos. Dos lágrimas cayeron por sus mejillas. Sandor alzó la mano y las recogió con sus dedos.
Ella acercó su rostro lentamente y le besó. Fue un beso dulce, tierno, apasionado. Él bebía de ella y ella bebía de él. Sus almas danzaban en el amor y se acunaban en la dulzura; una dulzura que, no muy lejos, se tornaba amarga.
Lyanne se deshizo en lágrimas. Sandor la rodeó con sus fuertes brazos y la apretó para sí. Pasados unos segundos, la cogió en brazos y la dejó en la cama con delicadeza. Lyanne temblaba y sollozaba y lo buscó con la mano, pero no encontró nada, sólo vacío y oscuridad. Oyó el sonido de la tela al rasgarse y después, unas pisadas que se alejaban.
Cuando alzó la vista, al cabo de un rato, estaba sola. Se levantó y vio una capa blanca sobre la cama. Un viento gélido entraba por la ventana, un viento helado que anunciaba el invierno. Cogió la capa del suelo, se arropó con ella y cerró los ojos.


                                                             *    *    *




De Martivs Menethil. Basado en Canción de Hielo y Fuego 2: Choque de Reyes, Cap 64. George R.R. Martin.