De amor y despedida.
La oscuridad de una
noche sin luna se cernía sobre la ciudad. La princesa Lyanne podía
ver, desde los muros del castillo, la tenue luz anaranjada de las
llamas que se esparcían por la ciudad. Oía gritos lejanos de los
soldados que combatían en los muros y más cerca a los campesinos
que luchaban contra el fuego.
Lloraba. Lloraba por
su reino, que le era arrebatado. Lloraba por su pueblo, que sufría;
lloraba por su hermano, quien cayó en batalla y lloraba por su
padre, el rey, que encontró la muerte esa misma noche traicionado
por sus amigos.
Su aya llegó
entonces.
- Será mejor que
volváis a vuestros aposentos, mi señora. - le dijo cogiéndola
del brazo - Por vuestra protección.
Ella no contestó.
Se dirigió sola y en silencio a sus habitaciones. Allí se sentó en
la cama, llorando. Sabía lo que le esperaba tras la batalla, lo que
traería la derrota de su ejército. Y ella no podía hacer nada por
impedirlo.
«Ephraim.» Pensaba
en su hermano y en lo segura que se sentía cuando estaba junto a él.
De sus ojos no cesaban de brotar lágrimas. El miedo se apoderaba de
ella por momentos y recordó a su madre, muerta hace años. ¡Qué no
daría ahora por un abrazo suyo! Su llanto cobró más fuerza. Estaba
sola, abandonada. Cerró los ojos y, en un vano intento de olvidar,
se abandonó al sueño.
- Princesa. – oyó
decir tras ella, despertándola. Era una voz áspera y grave... y
conocida.
Se levantó y se dio
la vuelta. Sentado en el marco de la ventana estaba, apenas iluminado
por las velas, Sandor: su enemigo y su amado.
- ¿Qué hacéis
aquí? – preguntó Lyanne, sorprendida y asustada.
No contestó. Ella
se giró de nuevo, dándole la espalda. Rápidamente, se secó las
lágrimas.
- Deberíais
estar combatiendo por vuestro pueblo. – dijo en un medio susurro
cargado de rabia - Deberíais estar saqueando mi ciudad, matando a
mi gente. ¿Por qué no estáis allí? ¿Por qué venís a mí en
una noche como ésta? Tus tropas asolan mi reino y hacen sufrir a mi
pueblo. ¿Qué os trae a mi en estos momentos de oscuridad? – No
pudo evitar derramar dos lágrimas que recorrieron sus mejillas y
cayeron al suelo.
Él no respondió en
seguida. Se volvió hacia la ventana y se apoyó en el alféizar,
contemplando la desoladora escena que ocurría a sus pies.
- He venido por
ti, Lyanne. – se limitó a responder.
Ella se dio la
vuelta y le miró. Se había acercado a ella y la luz de las velas le
iluminaba con mayor claridad, por lo que pudo ver su aspecto: su pelo
negro, largo y lacio caía de lado, tapándole la mitad quemada y
deforme de su cara. La otra mitad estaba manchada de restos de sangre
y suciedad. Un gran ojo negro como un pozo de brea le miraba
fijamente. Vestía ropas de cuero y pieles, cota de malla y espada.
Una larga capa blanca caía de sus hombros al suelo.
Estaba ensangrentado
y embarrado por todas partes. Parecía cansado; cansado y aturdido.
Había melancolía y dolor en su mirada perdida. Lyanne pudo ver en
el suelo una bota de vino vacía y comprendió que había bebido.
- Dime que no te
has olvidado de mí – dijo Sandor en un susurro amargo mientras se
acercaba a ella lentamente.
Ella guardó
silencio. No podía pensar en aquellos momentos, no podía hablarle y
contarle todo lo que sentía. Y, sobretodo, no podía apartar la
vista de la negrura de aquel ojo que la miraba fijamente y que la
hacía temblar.
- ¡Dime que no
te has olvidado de mí!– repitió, alzando la voz. Lyanne percibió
notas de angustia en su voz.
- ¡Dilo! -
gritó. Se abalanzó hacia ella y la empujó con violencia,
haciéndola caer sobre la cama y a él encima de ella.
Lyanne pudo notar el
delgado filo de un puñal contra su cuello y el frío que manaba del
acero. Sintió miedo, pero Sandor retiró enseguida el puñal de su
garganta. Alzó la mano y acarició suavemente su rosada mejilla.
Tenía un tacto áspero aunque dulce. La miraba fijamente: dos pozos
negros resaltaban en la oscuridad y se clavaban en el débil verdor
de los suyos.
- Lyanne... -
susurró, bajando la mirada.
De su mejilla fue a
su pelo. Entrelazó los dedos en sus sedosos rizos castaños.
Acarició también sus labios, finos, como una pincelada escarlata en
su hermoso rostro de porcelana. Acarició su cuello, su pecho y su
vientre, sintiendo la perfección en cada caricia. Ella alzó el brazo y acarició su mejilla. Notó la humedad
de la sangre, y una humedad de algo que no era sangre. Entonces él
acercó su rostro, tanto que ella pudo sentir el calor que desprendía
y, cuando ella esperaba que pasara algo, él se detuvo, se levantó
de la cama y se retiró.
- Me voy – dijo
él, con voz grave, pastosa, mientras se dirigía a la ventana de
nuevo.
- ¿A dónde? -
preguntó Lyanne con la voz entrecortada - ¿Al Norte?
- No lo sé –
respondió él, con un gruñido – Al Norte, al Sur, ¿qué más
da? He huido de la guerra, he abandonado a mis hombres. Soy un
desertor, menos que un hombre... Menos que el campesino más pobre
del reino, ¿qué me queda aquí? - rió amargamente – Sólo
quiero escapar de todo esto.
Ella guardó
silencio. Él miró al cielo a través de la ventana y contempló las
estrellas.
- Ven conmigo-
dijo. - Yo cuidaría de ti para que no te pasara nada. Nadie te
haría daño, o lo mataría. - añadió con violencia - Eres lo
único que me queda, Lyanne.
- Sandor... -
comenzó, pero no pudo seguir hablando. Su corazón ansiaba irse con
él, huir a ninguna parte, solos, ellos dos, no le haría falta nada
más... Pero sabía que no podía hacerlo. No podía abandonar a su
pueblo, debía aceptar su destino, fuese el que fuese.
Se acercó a él
mientras se quitaba el colgante del cuello. Una vez junto a él, se
lo puso. Sandor notó el frío de la plata contra su cuello. En
silencio, Lyanne le apartó el pelo de la cara y acarició su mejilla
deforme y quemada. Recorrió con sus dedos cada cicatriz, cada
hendidura, cada grieta. Acarició sus labios, grandes, resecos y
sedientos. Dos lágrimas cayeron por sus mejillas. Sandor alzó la
mano y las recogió con sus dedos.
Ella acercó su
rostro lentamente y le besó. Fue un beso dulce, tierno, apasionado.
Él bebía de ella y ella bebía de él. Sus almas danzaban en el
amor y se acunaban en la dulzura; una dulzura que, no muy lejos, se
tornaba amarga.
Lyanne se deshizo en
lágrimas. Sandor la rodeó con sus fuertes brazos y la apretó para
sí. Pasados unos segundos, la cogió en brazos y la dejó en la
cama con delicadeza. Lyanne temblaba y sollozaba y lo buscó con la
mano, pero no encontró nada, sólo vacío y oscuridad. Oyó el
sonido de la tela al rasgarse y después, unas pisadas que se
alejaban.
Cuando alzó la
vista, al cabo de un rato, estaba sola. Se levantó y vio una capa
blanca sobre la cama. Un viento gélido entraba por la ventana, un
viento helado que anunciaba el invierno. Cogió la capa del suelo, se
arropó con ella y cerró los ojos.
* * *
De
Martivs Menethil. Basado en
Canción de Hielo y Fuego 2: Choque de Reyes, Cap 64. George R.R.
Martin.