sábado, 31 de enero de 2015

2.

Es curioso.
Has cerrado la puerta y, ¿dónde está el sol? Y las nubes, la luz o los colores... ¿Dónde han ido todos? Sigo tumbado en la cama a oscuras y huele agrio y fuerte, a tabaco. El humo apenas me deja respirar y mis ojos rabian. Llorando, exigen aire puro.

El sol parece no iluminar jamás. ¿Qué hora es?, ¿dónde estás...? anoche no tuviere sentido preguntar.
Desnudo, me asomo a la ventana. ¿Qué ciudad es esta, tan a mis pies...? y el frío sol eriza mis pálidos brazos...


Anoche te vi luciérnaga en la amplia calle, contando estrellas. Anoche me miraste, buscándote yo sin siquiera saberte... Anoche vinieron a mí tus sonrojados labios y, sin palabras, a verbo y corazón nos condenamos.


Las escaleras suenan, cinco pisos, huecas. Las paredes se desnudan solas, sin brisa compañera... El sol, helado, ilumina las calles, los tejados, los árboles y, a lo lejos, la plaza. Subo calle ancha arriba, como cualquier sábado, sin timón o rumbo...


"Eh, sí, tomaré un café. Con leche y mucho azúcar, por favor: que no sepa a café."

Y salgo, en invierno, a la terraza.


Anoche, amor, negro vestías. Yo te vi pálida, luna morena, rosa cerrada, soberbio candil... ¿Y qué, amor, vieron en mí tus ojos cuando, altivos y deseosos, silenciosos me miraron?



A mi lado hay una botella de anís y tres ancianos. En silencio, sin prisas, juegan a las cartas.

"¿Cómo quedó ayer el Madrid?... ¿Que te duele qué?... ¡Mira que irte, lloviendo, a tal sitio...!"

Escucho, maravillado, sin poner los oídos, su ronca voz y desgarrada: ¡cómo dicen cualquier cosa...!

¡Qué jóvenes vosotros, ancianos del mundo! El tiempo o el miedo marcan ya vuestros rostros: rozáis el suspiro...
¿Qué será en vosotros, ancianos, el cielo negro que sobre mí se abate...? Y sus distantes ojos y pétreos, aguagris o ceniza espesa, ¿qué mirarán más allá de las cartas, la mesa o el melancólico compañero...? ¡Qué jóvenes vosotros, ancianos del mundo! ¡Qué jóvenes vuestros rostros arrugados, secos y cansados...! ¡Qué jóvenes...!

Termino el café y subo, sol en alto, hacia la plaza. La brisa, juguetona, remueve mis cabellos, que bailan con ella no se qué sin sentido vals... La calle ancha se torna más nueva y colorida según subo: los rojos más vivos, los negros más claros, el cielo más y más azul... Se oye ya, a lo lejos, la traviesa musiquilla del mendigo: a veces rápida, otras más lenta, siempre alegre...



Anoche nos vimos, ¿recuerdas? Tú mirabas mi cuello rojo; yo miré tu pecho endulzado... Anoche quizá nos encontramos: yo no iba, tú de copas. Te miré a través de un cristal, cual inocente muñeca de trapo, su ternura y fragilidad... Y tú me viste, amor, ¿cómo?
Humo negro...



La plaza en viento y sol se abre, con todos sus ropajes negros, rojos y mármol.
Atravieso los breves soportales oscuros y entro en ella, desierta, discretamente iluminada por la mañana humilde de Invierno. En una esquina, el mendigo tiene su hogar y, clamando al Tiempo, a Dios, danza con sus dedos sobre las teclas ocre de una vieja pianola; canción pobre, canción sola, canción del alma...



Tú detestas a los músicos de la calle. Detestas sus no cadenas, su no grandeza, su imposible vida... Detestas que toquen, allí, con el alma en la calle, donde el viento, avaricioso, toma su pedazo de canción y la hace suya, la eleva sobre el cielo, más y más allá, donde podríamos nunca llegar...

Detestas a las muchedumbres ajenas que, insolentes, desprecian las joyas que tú admiras y las cambian por baratijas miserables y mundanas.



La plaza no es grande.
Rodeada toda de soportales, en el centro una gran estatua de hierro recuerda algún marqués muerto eternamente cabalgando, inmóvil, sobre el duro mármol.

¡Es tan triste esta estatua sola en el invierno frío! Y fría ella, al silencio condenada... ¿Cuántos han visto, rostros, tus ojos, instantes de vida luminosos, y luego, en tu quietud infinita, dejar que huyan y mueran...?

Anoche, este marqués hubiere irremediablemente muerto.

Como si anoche fuera pinto, con el alma, sus faldas color de rosa, sus cabellos de flor de Mayo, y su magnífico corcel es ahora un inocente burro plateado...
¡Es así, estatua pobre y sola! ¡Es así cómo, desde anoche, has de mirar la vida!

                                                                          * * *

jueves, 29 de enero de 2015

1.

Es domingo.
El sol naciente duerme sus rayos sobre nuestra almohada. Tú me miras desde las nubes grises que encapotan el cielo, depositando en el cenicero la nostalgia de un cigarro. Estás sentada frente a mí, a un lado de la cama y, escéptica, me miras como hace unos segundos, como ayer, como mañana... ¡Oh, amor! ¡Tú sabes que no soy ningún conocido ni poeta y aun así, míranos, besando en tu habitación el raso cielo...!

Baja la música, por favor. Candente tú me miras y no puedo resistir el breve impulso de ir allí donde tú estás, apenas dos segundos, y besar tus labios de azul... Pero no iré, no. Si te besara ahora, perdería, con la mañana, el alma.

Tú me miras desde la ventana, sobre la cama sentada. Las mantas son rojas y tú contrastas con ellas como un cuadro de pintor barato. A ti no te gustan los pintores. Te levantas y tus piernas desnudas translucen unicornios y odas rosas. Podría irme yo de la cama, desnudar mi pecho y de albura tus piernas blancas... Pero tan sólo observo cómo te vistes con un viejo arcoíris de fieltro...

Las ropas de ayer por la noche no te quedan deliciosamente bien. Allá ibas anoche deslumbrante, sórdida e irreconocible, llena de luz, inaudita y angelical... Allí ibas anoche, y yo te vi luciérnaga...

Te vistes de extraña, como anoche. Me miras fijamente, y yo...
Yo te miro más allá de tus ojos, de ti... ¡Qué horrible invierno! Si te desnudaras de nuevo no dudaría en lánguidamente acariciar tus mejillas rosas, rosas, rosas, hinchadas y tiernas, fogosas... Si te desnudaras, amor, de nuevo, si soltaras tus rizos pardos al viento, si chocaran tus labios a mis ojos ásperos, tu voz a mi voz marchita... ¡rosas! ¡rosas! ¡rosas!


¿Ya sales, tras la aurora, al mundo? Te observo desde la cama exaltado, borrosa. Tu espalda es muy pálida a través del abrigo, extraña. Abres la puerta y pregunto

"Seremos énfasis, futuro, infinito o placer."

antes de que te vayas.

Te das, graciosa, la vuelta. Tu flequillo baila, gracioso, un extraño movimiento, dos, tres, y me respondes

"¿Hay mayor delirio o drama que un "Escribiendo..." eterno que jamás acaba?"

Yo ya me he ido...

                                                       * * *

lunes, 12 de enero de 2015

Charles Baudelaire: Embriagaos

Hay que estar siempre ebrio. Todo se reduce a eso; es la única cuestión. Para no sentir el horrible peso del Tiempo, que os destroza los hombros doblegándoos hacia el suelo, debéis embriagaros sin cesar.

¿De qué? De vino, de poesía o de virtud, como os plazca. Pero embriagaos.

Y si alguna vez , en la escalinata de un palacio, tumbados sobre la verde hierba de una cuneta o en la sombría soledad de vuestro cuarto, menguada o disipada ya la embriaguez, preguntadle al viento, a la ola, a la estrella, al pájaro, al reloj, a todo lo que huye, a todo lo que gime, a todo lo que rueda, canta o habla,  preguntad qué hora es; y el viento, la ola, la estrella, el pájaro, el reloj, os contestarán: "¡Es hora de embriagarse!" Para no ser los esclavos martirizados del Tiempo, embriagaos; ¡embriagaos sin cesar! De vino, de poesía o de virtud, como os plazca.