jueves, 25 de septiembre de 2014

Relato sin nombre.

       Y, ¿qué es lo que quieres? – concluyó, nunca mejor, con una pregunta tan simple.

Él guardó silencio. Había recuperado su rostro serio y la miraba fijamente a los ojos. Nunca supo por qué, ella fue capaz de sostener su mirada. Sus corazones comenzaron a agitarse. No latían al unísono. Él, grave y ella, agudo, tocaban distinta melodía. Sin distorsiones ni discordia: sus diferentes ritmos y sonidos armonizaban a la perfección. Como sus propias diferencias.

Pasaron... ¿Qué? ¿Minutos? ¿Horas? ¿Edades?

Tiempo.

Ellos se miraban fijamente a los ojos, ajenos a la cualquieridad.

Él vio fuego. Fuego y luz que iluminaban todos y cada uno de sus oscuros callejones. Vislumbró cariño y dulzor en aquel espléndido color, no de sus ojos, de su mirada. Descubrió un jardín aún más verde, unas flores aún más vivas. Y, de todos los colores, destacaron los suyos: oscuro sobre negro.

Ella vislumbró amor, como si observara a través de una estrecha rendija, en sus oscuros ojos. Verdadero amor y algo más: la oscuridad escondía una extraña profundidad que quizá se perdiera en lo infinito. Descubrió la magia que habitaba en los ojos de tan extraño muchacho y se dejó llevar por una sensación, otra de las que poetas y músicos continúan sin saber describir. Y ella tampoco.

No sé qué pasó a continuación, pero me temo que ellos recuerdan cada instante como cada centímetro de su propia piel.

Y sé otras cosas.

Sé que aquella noche se besaron y se abrazaron. Así permanecieron, como si tuvieran miedo, pánico a alejarse, él de ella, ella de él.
Como si el viento pudiera interponerse entre ambos, como si, al separarse, la realidad se rompiera en mil pedazos. Porque fue real... ¿verdad?

Eso se preguntó él durante el resto de su vida.

Como si no existiera nada más en el mundo, los dos se miraban fijamente, evadidos por completo de la realidad. Corazones agitados, miradas sinceras y miedo a los abismos. Como si aquel instante fuese único, irrepetible.

Sin duda lo fue.

También sé que desde aquel día, los rizos de ella no dejaron de interferir ni un sólo día entre sus labios y sus besos: como rojo entre un rojo más intenso.
Sé que él dejó de dormir y que, noche tras noche, se dedicó a, en un vano intento por describir la perfección, poetizar aquel instante. Tras varios cuadernos ya sin hojas y una gran frustración, dejó de pretender imposibles y habló, como todos los demás poetas, de sentimientos y de rosas. Y de ella.

Un instante había cambiado su vida. En realidad no dejó de ser como era, pero siendo así, cambió casi por completo. La noche, que ahora parecía tan lejana, permaneció siempre en su recuerdo, entre suspiros y oscuridades.

Ella descubrió el verdadero significado del amor y de los besos. Comprendió la danza (algo a lo que su profesor estuvo muy agradecido) y bailó con el alma. En sus ratos de soledad, compuso obras inacabadas de sonrisas y de flores, tantas, que llenó su carpeta de partituras.

Así fue: el amor los transformó y ellos apenas se percataron.



¿Cuánto tiempo pasó? ¿Semanas? ¿Meses? ¿Siglos?

Tiempo.

Ninguno de los dos perdió el tiempo contando los días, las semanas o los meses. Tampoco se preocuparon por fechas especiales ni se hicieron regalos en los días indicados. Él nunca le entregó rosas y ella no era doncella ni rosada.


Hay algo que quiero pedirte: no busques en ésta una historia de amor perfecta. La perfección no existe y el amor, imposible, no podría juzgarlo. Pero sí hubo un tipo de perfección en esta historia: el de todas y cada una de las historias de amor; un tipo de perfección que no está sujeto a leyes ni a estructuras. Una perfección única y simple que oculta y disimula los desperfectos de la realidad:

La perfección del amor que sobrepasa las barreras del tiempo y de la muerte.


Es algo difícil de explicar y más aún de comprender. Tal vez si lo has vivido puedas llegar a entenderlo, pero no en su sentido más profundo. El sentimiento de paz y a la vez intranquilidad, ¿cómo se llama? ¿Tiene nombre la desaparición de las dificultades, los no obstáculos al apoyarte en el hombro de la persona a la que amas? ¿Y el fuego que recorre tu pecho cuando pasea su mano por tu espalda o juega con tu pelo?

Y ahí están los poetas, los músicos, los bailarines y los pintores. Aquí, en esta parte de la historia, entra en escena un artista, un cualquiera de las calles con la extraordinaria capacidad de asombrar, incluso a sí mismo, con aquello que ama. Es un alma sensible que se emociona al leer poesía, al oír música, al ver una majestuosa interpretación o una magnífica pintura. Y lo más importante: todas estas cualidades le hacen destacar.

Él es diferente y nunca, jamás, será un igual. Se rebelará ante lo establecido. No querrá normas, o todo lo contrario, acordará su obra a los patrones y seguirá el guión, pero nunca habrá ningún artista igual a otro.

Pero iré más allá. Hablemos de lo realmente apasionante del Arte (sí, en mayúscula). Lo verdaderamente sorprendente son las preguntas que pasan por tu cabeza cuando ves, oyes, escuchas, tocas la obra de un artista. Lo más misterioso son los qué, los cómo, los cuándo y, si nos adentramos más, la joya en bruto de los porqués.

Y de todas la preguntas, aquellas que ni el propio artista puede responder.

¿Qué es lo que impulsa los corazones de los hombres? ¿Inspiración? ¿Una sensación, un sentimiento, una voz en tu cabeza? ¿O un sentimiento que procede de una sensación de que una voz en tu cabeza te habla?


Él se acerca, lentamente, no sabe bien por qué. Ella se deshace, cuenta cada segundo, muere por unos labios que no son los suyos.

Y más preguntas sin respuesta.  ¿Por qué alguien querría nada de algún otro?

¿Qué es lo que, dentro del alma, más etéreo e inalcanzable, ansía los precisos instantes, el álgido de los besos?

¿Qué es aquello que nos hace delirar y no ser nosotros mismos? ¿Y qué somos sino nosotros mismos?
¿Acaso cuando amamos no somos nada, como él, pleno en sus besos, o ella, toda en sus brazos?


Sigo sin saber cuánto tiempo pasó.

Las historias de amor son extraordinarias para quienes saben amar. Y ellos sabían. No había malicia en sus ojos, interés, ¿acaso existía? Eran y no eran, juntos no existían las barreras de la muerte. Los límites eran pequeños obstáculos apenas visibles. Una caricia bastaba para mantener a raya cien lágrimas y un beso las hacía desaparecer. El amor se hacía tangible en sus miradas. Él siempre habló de ello como "la tempestad del mar en sus ojos".

A ella, simplemente, le faltaron las palabras.



No sé describir con exactitud sus besos. Ninguno de ellos: los que ella lanzaba al aire, los que él deseaba por carta; los que, disfrazados de noche, compartían en la oscuridad.

Pero de entre todos siempre destacaron los besos improvisados, ¡chas!, sin pensar. Lo importante era lo inesperado, la sorpresa, como el mismo amor les sorprendió a ellos un día que ni siquiera recuerdan. Ocurren y punto. Él siempre habló de ellos como "súbitos rayos de fuego en momentos inesperados ".

Ella nunca tuvo palabras para aquellos lejanos besos.



Preguntas quedas, vacías sin las respuestas que no puedo dar.

¿Cómo ellos dos, tan pequeños en el mundo...?

Perdón.

¿Cómo ellos, enormes, inmensos, grandiosos en su mera realidad, pudieron escribir, a fuego, belleza y sólo belleza?

¿Qué tiene el amor? ¿Qué para adormecer corazones y nublar incluso los sueños?

¿Qué es lo que me llama, allí, en la oscuridad? ¿Por qué este amor a la noche? ¿Por qué perderse en un olvido, en un quizá? ¿Qué tienen la negación y el desdén que sellan las puertas de la razón?

¿Dónde caen las más codiciadas lágrimas, vacías y abismales? ¿De qué sirven las palabras cuando ya no queda nada y nadie podrá escucharlas?

¿Qué decir del fondo de un alma cuando, en su oscuridad, todo es invisible?




Se miran, entre sus ruinas, distintos al mundo. La última voz, grito o suspiro, aún suspenso en el aire, clama a un silencio mayor y más profundo.

Distingue el miedo en su mirada. Recuerda una, dos noches atrás. Con un dedo recorre su espalda, lentamente, con miedo a perturbar el agua en calma. Ella, y su piel desnuda, vibrando.

En la noche, una luz resplandece, luz de flor, flor de rosa, rosa sin espinas. ¿Qué es, palpable en la oscuridad, que ellos sienten y yo no puedo percibir?


Rosas sin espinas empapadas en sangre.

Ella, dulce y hermosa, vibra. Él vibra a su vibrar.
Y una sonrisa tímida, cómplice, cúspide en la noche, se enfrenta a cien temeridades y, a su vuelta, arrolla con las angustias y las sospechas: no hay inquietudes, nunca más.

Ella dice sin decir nada. Sugiere no más de ninguna palabra. Suficientes.
Él escucha. Oye sin oír sus nunca pronunciadas palabras.


Humo, paréntesis, suspiro.


Y de todas la preguntas, aquellas que ni el propio artista puede responder.

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