Apariencia.
La
lluvia, silenciosa, inspira con su canto los sentidos más invisibles. No hay un
mañana. Hoy no.
Hoy todo
es lo que parece, no existen líneas paralelas, ni segundos sentidos, y se han
extraviado las indirectas. Muerta la magia en sus mejillas, y sus ojos,
enfermos, grises.
Ella, marchita como flor en otoño, susurra, llora, grita.
Pero no
ama.
"No",
dice, "nunca más a los rotos, a los olvidos. Nunca al sol y nunca sus
rayos. Desde ahora la lluvia me acompaña."
Y fue con lluvia, truenos y relámpagos. Pisó corazones
rotos, inspiró almas vacías, pretendiendo, delirando, olvidar.
¿Cómo olvidar lo ya olvidado? ¿Cómo pretender, en acto de
cobardía, ignorar, si amando y a base de amar, nos hacemos y somos nosotros?
Y ella amaba.
Amaba los
días grises, los vestidos de flores grises y las lágrimas grises que brotaban
de sus ojos grises. Nunca más hubieron mañanas, risas o miradas vivas. Todo
murió en una inimaginable tarde de otoño.
Y todo se tornó más oscuro.
Cuando los amores olvidados acechan, más oscuro.
Cuando ella, dispuesta a olvidar, busca, más oscuro.
Cuando el viento, tornado, sopla a a su alrededor, corta y
hiere más que los más afilados filos, más incluso que una flor recién cortada,
desprende un dulce aroma y, regalada, encierra aún más que promesas, sueños.
Y encierra sus rotos, y más rotos aún, dentro de sí,
muriendo por aquello que, con recelo, guarda, expectante, en un inesperado
sollozo, explotar.
Y explota
y todo es ruina.
Ella, enmascarada, no vuelve.
No volverá.
Nunca jamás, si jamás pudiera, escapar de sí, huir a ningún
lugar, dejar de ser.
Y ella, niña de tormenta, no pudo escapar.
¿Qué me queda?
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